Capítulo 6: Perro negro - Parte 6
¿Qué clase de familia era la de los Aylesford?
Una familia que veía a los simples mortales como seres inferiores, casi tanto como se veían a sí mismos en la cima. Que Ian se inmutara por haber traído a una simple plebeya era impensable. Quizás, incluso, estaría agradecido de que alguien se hubiera encargado de apartarla en su lugar, justo cuando ya empezaba a cansarse de ella.
‘Aun así, debía dejarle una advertencia clara’
El mensaje de que Ian acabaría tan destruido como Jeremy, se lo haría llegar a través de aquella mujer.
Tras vaciar el resto del whisky, el Conde Carrington llamó a su secretario.
“¿Cómo ha salido todo?”
“Dijeron que la dejarían con vida hasta la madrugada, así que pronto comenzará.”
Cuando el secretario se marchó, el Conde Carrington volvió a llenar su copa de whisky. Aquella mestiza oriental de nombre desconocido aparecería, a la mañana siguiente, en un estado lamentable, abandonada cerca de la Mansión Aylesford.
‘Esa mujer tampoco es inocente’
Las averiguaciones decían que, el mismo día en que Ian destrozó el rostro de Jeremy, este había arrastrado a la muchacha hasta su habitación. Sin duda, ese había sido el motivo por el que Ian lo había golpeado.
“¿Con qué derecho se atrevió…?”
Entonces, percibió una mirada fija sobre él, proveniente del exterior. Al girar la cabeza, vio a un perro negro sentado en el balcón.
“¿Un perro?”
El sobresalto lo obligó a levantarse de golpe. En su propia mansión no había criado a ningún animal semejante, y además su despacho se encontraba en el tercer piso. Que un perro pudiera estar allí, en el balcón, era imposible.
Retrocedió unos pasos, desconcertado. El animal, que lo observaba desde fuera, giró lentamente la cabeza hacia un lado. Carrington pensó que simplemente miraba hacia otra dirección, pero la cabeza del perro siguió girando, hasta dar una vuelta completa y volver a mirarlo.
Ante aquella visión grotesca, el Conde Carrington se frotó los ojos con fuerza. No podía estar borracho; y aun en caso de estarlo, no había consumido droga alguna que justificara semejante alucinación.
Sin embargo, por más que parpadeó, el perro continuaba allí, inmóvil. Y justo cuando el Conde retrocedía más…
“¡…!”
Grrr.
El perro abrió la boca como si se burlara de él.
Se veían los dientes. Incontables dientes llenaban por completo su paladar.
Incluso en el lugar donde debería haber una lengua, solo existían afilados colmillos, como si fuese una criatura nacida únicamente para devorarlo todo.
“¡Q-Quién está ahí afuera…!”
Cuando él intentaba gritar con dificultad mientras retrocedía, de pronto, tak. Su cuerpo chocó contra algo.
Antes de que pudiera darse la vuelta, una mano surgida desde atrás le arrebató el vaso de whisky que sostenía.
“Ja, ¿y te atreves a poner en marcha ese plan?”
“¡…!”
El Conde Carrington reconoció de inmediato aquella voz.
Aterrorizado, giró lentamente la cabeza.
Un rostro que conocía demasiado bien lo miraba sonriendo con malicia.
El nieto de la familia Aylesford, al que siempre había menospreciado, estaba allí.
No… ¿realmente era ese Ian? ¿De verdad… era él?
“¿T-Tú… quién eres…?”
El hombre que estaba de pie frente a él no respondió; en lugar de ello, sonrió de manera torcida y extendió la mano. La gran palma se posó en el cuello del Conde.
¡Crack!
Con un sonido desagradable, su cuello se torció en una dirección antinatural.
“Ghh… argh…”
El hueso roto sobresalió de un lado de su cuello. Entre el agujero desgarrado escapaban un silbido de aire y un gemido sofocado.
En medio de la conciencia que se le apagaba rápidamente, el Conde escuchó un murmullo dirigido hacia él:
“Carne vieja y correosa, eso es lo que eres.”
Ese fue el único juicio que recibió al final uno de los magnates inmobiliarios más poderosos de Inglaterra.
* * *
¿Dónde estaría aquello?
Con manos y pies atados, Jina, amarrada a una silla, trataba de adivinar en qué lugar se encontraba.
Era evidente que estaba en un sótano. El aire estaba cargado con esa humedad característica de los subterráneos, impregnado de un olor a moho que llenaba toda la habitación.
Los hombres que la habían traído allí la dejaron dentro y luego se marcharon. Al principio gritó, preguntando por qué hacían aquello y suplicando que la liberaran, pero al no obtener respuesta alguna, terminó rindiéndose y dejó de alzar la voz.
Además, extrañamente, su cuerpo no tenía fuerzas. Pensó que quizá le habían administrado algún tipo de droga, pero recordaba que no le habían dado nada.
Pasó un largo rato hasta que la puerta se abrió de nuevo y los hombres regresaron. Ellos le cubrieron otra vez los ojos.
Entonces se escucharon otros pasos. Alguien nuevo entraba en la habitación.
Ese hombre se acercó y, tomando el mentón de Jina, giró su rostro de un lado a otro como quien examina una mercancía.
Ella bajó desesperadamente la mirada y, a través de la venda, alcanzó a distinguir la mano que le sujetaba el rostro, y en ella, el anillo que llevaba puesto.
El diseño era sencillo, pero en la superficie del anillo se veía claramente grabado un blasón familiar. Antes de que pudiera observarlo con detalle, la mano soltó su mentón y se limpió en su hombro, como si hubiera tocado algo sucio.
Sin decir palabra alguna, aquel hombre se marchó de inmediato. Eso hizo que el miedo de Jina aumentara.
Los hombres que la habían arrastrado hasta allí guardaban silencio, y también el que acababa de examinarla se había marchado sin pronunciar palabra.
Era como si todo estuviera ya decidido, como si no hiciera falta negociación alguna y solo quedara llevar a cabo la ejecución de lo planeado.
Una vez que él salió, los hombres le quitaron la venda de los ojos. Después, entraron ostentosamente con unos extraños aparatos en las manos.
“¿Qué… qué es eso…?”
Al preguntar con torpeza y dificultad, ellos no respondieron, sino que sonrieron con una mueca torcida. Uno de los hombres enchufó un cable y pulsó un interruptor.
Entonces, la punta de una barra metálica comenzó a ponerse al rojo vivo. Fue en ese instante que Jina comprendió lo que aquellos hombres habían traído.
Era un hierro candente.
No hacía falta preguntar para qué pensaban usarlo, pues lo balanceaban peligrosamente cerca de su rostro.
Poco después, otro de ellos llegó cargando un gran bolso y lo vació de golpe sobre la mesa que tenían al lado.
Jina contuvo la respiración. Lo que cayó le provocó un escalofrío, eran objetos extraños, siniestros, de aspecto perturbador. No parecían hechos para el placer, sino más bien para infligir dolor.
“¿Cuál prefieres?”
Uno de ellos habló por primera vez.
“De todas formas habrá que resistir bastante. Si hay algo que te guste, podemos empezar con eso. Aunque, al final, usaremos todo”
En su voz monótona se filtraba un cruel deleite.
“…Hhhp.”
Jina no pudo responder; solo se quedó sin aire, entendiendo finalmente lo que planeaban.
“¿Por qué…? ¿Por qué me hacen esto…? ¿Q-Qué he hecho yo para merecerlo…?”
“Eso lo sabrás mejor tú que nosotros. No deberías haberte ganado el odio de las personas más despreciables”
Otro de los hombres, molesto por la charla inútil, le dio una patada en la pierna para hacerlo callar.
“Está bien, ya entendí. Pero dime, Señorita… dicen que eres cocinera, ¿verdad? Entonces, ¿qué sería más terrible para ti: perder la lengua o destrozarte las manos?”
Jina apenas podía procesar aquellas palabras. Aunque el sentido era claro, le resultaba imposible imaginarlo.
Fue entonces cuando el hombre que probaba el hierro candente abrió una caja de herramientas y sacó de ella un gran martillo.
“¿Vas a drogarla y luego romperle el brazo? ¿No sería mejor quebrárselo antes de darle la droga? Quiero escuchar sus gritos.”
“Pervertido. ¿De verdad te gusta tanto eso?”
“Es que, si no lo oigo, no se me pone dura como debería. Además, mientras más buenos sean los gritos, mejor se vende el video. Y no quiero que un desgraciado que solo sabe hurgar por detrás me llame pervertido.”
Si uno no pensaba en el contenido de lo que decían, el tono con el que hablaban podía parecer el de una charla cotidiana y tranquila. Si alguien escuchara aquella conversación, pensaría que era una broma grosera lanzada adrede. Pero el cuerpo de Jina temblaba con violencia, porque sabía que cada palabra era absolutamente sincera.
“Hay que calcular bien el tiempo. Controlar también la fuerza. Así podremos dejarla tirada aún con vida.”
“Destrocemos su cara al final.”
Ellos discutían con seriedad cómo dejar hecha jirones a Jina. Ella sabía que suplicar por su vida no serviría de nada, así que permanecía allí, temblando, incapaz siquiera de respirar.
“Ma-Mamá…”
En medio del terror extremo, su mente buscaba instintivamente a alguien a quien aferrarse. Aunque sabía que, en un lugar tan lejano, sin siquiera comunicación, su madre jamás podría rescatarla, lo primero que hizo Jina fue llamarla.
En realidad, aparte de su madre, no había nadie a quien pudiera pedir ayuda. Tenía muchos amigos, pero ni por un instante pensó que ellos vendrían a salvarla.
¿Quién más podría llegar hasta allí por ella? ¿Quién podría pensar en ella, aunque fuera un poco…?
En ese instante, a su mente acudió la imagen de una persona. Aquella que, cada noche, en sueños, acariciaba su rostro. Aquella que le susurraba que podrían unirse piel con piel, desnudos, y hacerlo bien.
“Ian…”
Para Jina, él no era más que alguien a quien había convertido en objeto de sueños indecentes en su soledad. Solo existía una relación laboral entre ambos y, de vez en cuando, se cruzaban en la mansión.
Hubo un tiempo en que compartieron un breve lazo desafortunado, pero ahora se había convertido en su benefactor.
A Jina le entristecía que la única persona a la que podía aferrarse fuese alguien con un vínculo tan frágil y superficial. Aun así, en ese instante, la única persona en quien podía apoyarse, aunque fuera un poco, era él.
Uno de los hombres, tras alistarse de nuevo, conectó la corriente al hierro candente. Probándolo, lo acercó a la ropa de Jina.
Chiiiik.
Con el sonido, la prenda de invierno se agujereó dejando un círculo negro.
“A-Ah…”
Las lágrimas cayeron en silencio. El miedo le oprimía tanto la garganta que ni siquiera un grito podía salir de ella.
“Vamos, no llores. Tienes que abrir la boca. Aaah”
El hombre sujetó el mentón de Jina con una fuerza tal que parecía que se lo rompería. Ella intentó resistirse apretando los dientes, pero era imposible vencer la brutalidad de aquella mano. El hierro al rojo vivo se acercaba al interior de su boca y en el preciso instante en que…
¡Guau!
De pronto, un perro negro apareció en la puerta y ladró con fuerza hacia dentro. La situación repentina sorprendió tanto a los hombres como a Jina, que no pudo evitar mirar al animal.
Un segundo después, las fauces del perro se abrieron de par en par y mordieron al hombre más cercano.
¡Crack!
El sonido de huesos y músculos al desgarrarse resonó en todo el sótano.
CRÉDITOS
TRADUCCIÓN: Ciralak
CORRECCIÓN: Ciralak

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